Una inversión pública tan baja ya está afectando la calidad de la vida de todos. La falta de infraestructura es cada vez más notoria. El país necesita más y mejores carreteras, acueductos, drenajes, puentes, elevados, túneles, metros y un sinnúmero de obras que no van a ser suplidas por las Alianzas Público-Privadas.
El periodo de ocho años del presidente Luis Abinader, podría ser el de menor inversión pública presupuestada/ejecutada en los últimos 60 años, si no hay un cambio en las proyecciones del Gobierno.
Al Gobierno no le fue bien en las vistas públicas que realizó el Congreso para discutir la reforma fiscal. Si alguien pensó que podía ser buena estrategia, se equivocó. No puedo decir que escuché todas esas horas de quejas y lamentos, algunas con mucha justificación, aunque otras no con tanta, pero con la muestra que obtuve fue suficiente para tener claro el grado de hostilidad sufrido por las autoridades. De todos modos, esa es la democracia.
Lo que tengo claro, aunque resulte muy impopular, es que en algún momento las cuentas fiscales hay que ajustarlas y es mejor que sea más temprano que tarde. En este sentido mi posición es invariable.
Sin embargo, el proceso debe ser acompañado de una estrategia creíble y despolitizada contra la evasión; y de un esfuerzo continuo de mejora en la eficiencia y calidad del gasto público. Nada de esto se cuestiona y, de hecho, es algo que la sociedad exigió muy clarito en las vistas públicas.
El tema es que estas medidas, que son muy necesarias y deben ser parte de una política continua del Estado, no van a evitar un aumento de la carga tributaria de la mayoría de las personas y empresas del país. La magnitud del problema fiscal es muy grande como para que sea resuelto con medidas administrativas.
Pero dentro de toda la andanada que recibió el Gobierno, hay algo muy rescatable y que puede ser el punto de partida para retomar la discusión sobre una reforma fiscal: nadie (hasta donde pude ver) cuestionó la inversión pública.
La clase media dominicana sí manifestó claramente su falta de confianza en la clase política. El proyecto de reforma condensó las protestas que se venían insinuando desde hace tiempo ante ciertas conductas y gastos que la población (la que paga impuestos) considera inaceptables; léase, financiamiento de los partidos políticos, barrilito, cofrecito, subsidios a los legisladores para compra de vehículos, otorgamiento discrecional de pensiones, aumento de la nómina pública, gastos en publicidad, contrataciones irregulares, nepotismo, evidente falta de idoneidad para el ejercicio de sus cargos de algunos funcionarios públicos, y más.
Es decir, los cuestionamientos fueron básicamente al gasto corriente. Esto me llamó la atención porque hay inquietudes o cuestionamientos válidos para la inversión pública en este cuatrienio, los cuales no han sido respondidos de manera convincente.
¿Por qué los contratistas de obras se quejan de atrasos en los pagos cuando el Gobierno ha estado sentado en una montaña de liquidez desde hace varios años? Y ojo: por haber acumulado esa liquidez (digamos que ante la incertidumbre del COVID), se han pagado decenas de miles de millones de pesos en exceso por concepto de intereses.
Por otro lado, no quedan claras las razones de la baja ejecución del gasto de inversión que se extendió por varios años. Todavía no se sabe si se debió a la propia ley, a nuevas regulaciones de la Dirección General de Compras y Contrataciones; o simplemente a que a los funcionarios les tomó más tiempo del esperado dominar los procedimientos.
Esta situación condujo a que, en lugar de un monto efectivamente ejecutado, se registrara un monto de inversión pública, una estrategia implementada por el Gobierno para no perder la apropiación presupuestaria. Para ello, se realizaron transferencias de recursos hacia instituciones descentralizadas al final de cada año, debido a la baja ejecución observada en los ministerios correspondientes.
Pero otro tema muy diferente y que no puede cuestionarse es el monto tan bajo de la inversión que ha habido en este cuatrienio, porque este es el resultado de la brutal restricción presupuestaria que enfrenta el Gobierno: el aumento de la deuda ha provocado un incremento de un 20% anual de los pagos de intereses en los últimos tres años; y si sumamos a esto la subida del resto del gasto corriente, al Gobierno no le ha quedado más remedio que ajustar a la baja el gasto en inversión pública.